El viento es caprichoso. Ya lo sabemos. Hoy te dice que va para Murcia, al rato enfila hacia Huelva y, por la tarde que no, que no va a ninguna parte, que se queda parado sobre el cerro, a charlar con los molinos de Alcázar.
Eso no les hace gracia a los molinos. Como sabemos, si el viento se sienta sobre las piedras a contemplar los campos de uvas y aceitunas, los molinos no tienen nada que hacer y se vuelven silenciosos y taciturnos.
Por eso se les pinta de blanco, para ayudarles a soportar circunstancias como esta.
Isidro tenía algo afín al viento. Ya lo sabíamos. Conocía al dedillo el mapa esférico de ese mundo aéreo y giratorio que se llena de formas livianas e imágenes capaces de rodar a un mínimo soplido. Yo diría que, entre todas, prefería descubrir rutas bandidas por donde dar rienda suelta a sus impulsos de vendaval creativo. Era más independiente y juguetón que el propio viento. ¿Por qué no decirlo? Era desobediente. A menudo, por lo bajini, silabeaba como silbando: “dalomismo, dalomiiiismo, dalomissmomomomooo” Así que se dedicó a inventar - de esa forma que se inventa en arte- algunas herramientas útiles para su naturaleza de viento: Veletas giroscópicas, cromáticas y escénicas; esculturas atrapa corrientes, esculturas redireccionantes, flautas de pan desgraciadamente desaparecidas pues los pájaros en un descuido las encontraron...